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Un legado irrepetible

Lamela editorialwebAntonio Lamela, una de las mayores figuras de la arquitectura española del siglo XX, nos ha dicho adiós. A nadie se le escapa la importancia de su figura no solo para la arquitectura española, sino para la sociedad del país en la segunda mitad del siglo pasado. Su figura fue clave para modernizar la profesión y convertir definitivamente los despachos de arquitectura de la vieja escuela en modernos estudios multidisciplinares con clara vocación empresarial. Un modelo que inició él en 1954 con la fundación de Estudio Lamela y que hoy copian el resto de grandes y medianos estudios del país.

Mucho se ha escrito sobre la trayectoria profesional de Antonio Lamela. “El arquitecto de los mil proyectos” tiene una obra no solo abundante, sino clave para entender los avances de la sociedad española de la segunda mitad del siglo XX y el gran desarrollo de nuestras infraestructuras en la década de los 90 y el principio del nuevo milenio.

En una profesión en la que tantas veces se ha confundido “arquitectos estrella” con un mal entendido divismo, el arquitecto más estelar de todos, Antonio, ha sido también una de las personas más queridas por todos aquellos que han (hemos) tenido la fortuna de conocerlo. Tan accesible como generoso, cualquier ocasión era buena para que Lamela compartiese su gran pasión con aquel que se interesase por ella, ya sea compañero de profesión, estudiante, periodista o empleado de su estudio.

En su despacho en la calle O’Donnell, que ha seguido visitando a diario uniformado con su inseparable bata blanca hasta que la salud se lo permitió, era donde se mostraba el Antonio Lamela más genial. Entrar en ese despacho –y siempre que se haya sido cumplido con la hora establecida para la cita; la puntualidad era una de sus mayores manías- era entrar a un universo de tesoros que el propio Antonio mostraba con el fervor de un niño. Como aquella inolvidable escena de la película Wall-e en la que el simpático robot le enseña a su amiga Eva todos los tesoros que ha encontrado en La Tierra y que guarda en su caravana, Antonio Lamela podía pasar horas mostrando con orgullo todas esas maquetas, figuras, baúles y demás objetos que había coleccionado de los lugares más dispares del planeta. Era tal la emoción que expresaba, con esa pícara sonrisa que tan bien le define en casi todas las fotos que permanecen de él, que era imposible no contagiarse de ella.

Allí donde hubiese una charla, un coloquio o una pequeña reunión para hablar de arquitectura, paisajismo, urbanismo o gestión del agua –todas ellas especialidades que trabajó con la misma dedicación que la arquitectura y que siempre que tenía la ocasión recordaba-, era común encontrar a Antonio Lamela. Porque cuando no era él el que daba la ponencia, acudía como uno más, entre el público, a escuchar y siempre que podía, a dar su opinión maestra sobre el tema a tratar. Aprendiendo, literalmente, durante toda su vida.

El gran arquitecto español de la segunda mitad del siglo XX nos deja una obra irrepetible. Pero por encima de todo, el mayor legado que nos deja Antonio Lamela es esa pasión y cariño por lo que hacía.

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